Destituciones y nuevas constituciones


El Fantasma de América Latina recorre europa 
Los movimientos sociales no sólo ejercían el “poder destituyente”. También se convertían en “poder constituyente”. La demanda de “refundar el país” a través de la convocatoria de una Asamblea Constituyente se convirtió en una de las principales reivindicaciones de estos movimientos”.
             
           ¿Es posible construir desde abajo un proceso constituyente, inventar otras “reglas del juego”? Pasen y vean lo que ocurrió en América Latina. (de Diagonal)
Primero las “pequeñas diferencias”, como diría John Travolta en Pulp FictionEn la Argentina pre corralito nadie hablaba de “prima de riesgo”, lo llamaban “riesgo país”. Nadie hubiera entendido un titular con la palabra “rescate”, lo llamaban “salvataje” o “megacanje”. Pero en todos lados significa más o menos lo mismo: financiación internacional a cambio de priorizar el pago de la deuda, reducir el gasto social, congelar salarios, aumentar el IVA, facilitar el despido, desregular y privatizar.
Manuela Gallegos fue una de las “forajidas” que formó parte de la revuelta que destituyó al presidente ecuatoriano Lucio Gutiérrez en 2005. Esta activista identifica semejanzas entre este movimiento y el 15M español. “Era una forma de decir ’ya basta’, no me fastidien más, dejen de tomar mi voto como el poder de ustedes para hacer lo que les da la gana”, cuenta a DIAGONAL. Pero también señala una de las grandes diferencias: “En España es más difícil, porque la institucionalidad es mucho más fuerte, aquí no había nada”.
Hasta 1997, “la opinión mayoritaria sostenía que no se podía derrocar un Gobierno en el Ecuador”, dice Edgar Isch, del partido Movimiento Popular Democrático. Se equivocaban. Ese año una coalición liderada por el movimiento indígena y apoyada por la clase media y diversos sectores políticos consiguió desalojar del poder a Abdalá Bucaram. Lo mismo ocurrió con Jamil Mahuad en 2000. Y con Lucio Gutiérrez en 2005. Los tres llegaron al Gobierno prometiendo política social y transparencia, dos de ellos incluso “el fin de la oligarquía”. Todos realizaron las mismas políticas neoliberales salpicadas de escandalosos casos de corrupción.
En el peor momento de la crisis ecuatoriana, tras diez años de políticas neoliberales, la pobreza afectaba al 70% de la población. En tres años, un millón y medio de ecuatorianos había tenido que emigrar. La especulación, al igual que en Argentina, era el negocio más rentable. La burbuja estaba a punto de estallar.
En noviembre de 1998, los grupos financieros, que “controlaban la economía y el sistema político”, consiguieron que el Estado asumiera todas las deudas de las entidades financieras, según cuenta a DIAGONAL el economista Pablo Dávalos. Una vez conseguido esto, “los bancos se retiraron” y todo el sistema cayó.
“Era el fracaso del Consenso de Washington”, dice Dávalos. “Lo más interesante es que esa clase media que perdió los ahorros de su vida también perdió la confianza en el sistema político. Pensaban que el neoliberalismo era una cuestión de otros países, una cuestión de los más pobres. Cuando el neoliberalismo llegó y les golpeó en los bolsillos, ahí la clase media se dio cuenta de que lo que siempre habían dicho los grupos de izquierda era cierto”. Lo mismo ocurrió en la Argentina del corralito en diciembre de 2001.
“There is no alternative”, decía Thatcher
El politólogo Francis Fukuyama sostenía en 1989 que después de la caída del “socialismo real” nadie podría impedir el avance del liberalismo económico. Pero un nuevo sujeto político crecía en el desierto dejado por la crisis del sindicalismo, víctima de un modelo que había creado un auténtico ejército de personas excluidas, que sobrevivían en el mercado informal o se veían abocadas al desempleo.
En Argentina fueron las organizaciones de desempleados. En Ecuador, el movimiento indígena. En Bolivia, el movimiento indígena y las organizaciones vecinales de El Alto y Cochabamba. Todos estos movimientos consiguieron de alguna forma dejar en evidencia a Fukuyama. En Argentina, en diciembre de 2001 era destituido Fernando De la Rúa. En Bolivia en octubre de 2003 caía Gonzalo Sánchez de Lozada. Igual que cayó dos años más tarde Carlos Mesa, también en Bolivia.
Los movimientos sociales no sólo ejercían el “poder destituyente”. También se convertían en “poder constituyente”. La demanda de “refundar el país” a través de la convocatoria de una Asamblea Constituyente se convirtió en una de las principales reivindicaciones de estos movimientos.
Destituir y constituir
En muchos países de la región la aplicación de las políticas neoliberales terminó por destruir a los partidos políticos tradicionales, que habían acaparado el poder con diversos acuerdos de alternancia política. En el caso de Venezuela, tras el hundimiento del bipartidismo, el proceso constituyente se abrió sin necesidad de unos movimientos que demostraran su capacidad de tumbar gobiernos. En el caso de Ecuador y Bolivia, destituciones y nuevas constituciones fueron de la mano. Aunque no siempre con los resultados esperados.

Para la activista feminista Julieta Paredes, la Asamblea Constituyente en Bolivia, entre 2006 y 2007, fue el punto culminante de la participación popular. “El proceso de la nueva Constitución significó desmitificar los libros sagrados. Pudimos escribir nuestras ideas, nuestra concepción de la sociedad, aunque éramos analfabetas, analfabetos… Y lo que se puede escribir mañana lo podemos borrar y reescribir”, dice a DIAGONAL.
En diciembre de 2007, la Constitución fue entregada al presidente Evo Morales, pero fue bloqueada durante más de un año por los parlamentarios de derecha. En 2008, el mismo día que una gigantesca marcha rodeaba el Congreso, los partidos llegaron a un acuerdo en el interior del edificio: la derecha destrabaría la nueva Constitución a cambio de unos “ajustes” en el texto. Entre los cambios más polémicos se encontraba la legalización de los transgénicos y de los latifundios existentes hasta la fecha, sin importar su tamaño.
Pese a las modificaciones de última hora, la nueva Constitución boliviana seguía recogiendo históricas demandas de los movimientos. Entre ellas,la prohibición de privatizar el agua, una mayor participación del Estado en la economía, la protección de la hoja de coca, la prohibición de bases militares extranjeras y la figura del referéndum revocatorio para todos los cargos electos, un derecho ciudadano que comparten las constituciones de Venezuela y Ecuador.
¿Constitución verde o papel mojado?
Igual de participativo fue el proceso en Ecuador, sobre todo en comparación con los anteriores, relata a DIAGONAL el presidente de la Asamblea Constituyente, Alberto Acosta. Aunque el movimiento indígena tuvo apenas cinco representantes, muchas de sus demandas se vieron reflejadas. La principal fue el reconocimiento de Ecuador como un Estado “plurinacional”.
Otras demandas de los movimientos sociales que fueron recogidas en la Carta Magna fueron el reconocimiento de los “derechos de la naturaleza”,la prohibición de transgénicos, de la tercerización laboral y de bases militares extranjeras, así como un mayor control del Estado sobre los recursos naturales y los sectores estratégicos como la energía o el agua, que no podría ser privatizada.
Una vez aprobada la nueva Constitución, el frente común entre los movimientos sociales y el Gobierno de Rafael Correa no tardó en romperse. Frente a los “derechos de la naturaleza” consagrados en el texto constitucional, el Gobierno de Correa ha optado, según define Alberto Acosta, por un “extractivismo del siglo XXI”, donde la minería trasnacional, la extracción de petróleo o las grandes superficies agrícolas destinadas a la exportación son las prioridades. Frente al “derecho a la resistencia”, también reconocido en la nueva Constitución, el Gobierno sostiene procesos por “terrorismo” contra centenares de activistas por oponerse a la entrada de mineras y petroleras en sus territorios.
“Hemos creído que sólo con la elección de un presidente las cosas iban a cambiar, o que con la aprobación de una nueva Constitución la sociedad ya es diferente, lo cual no es cierto”, dice Acosta. “Y ahí viene el problema mayor, no es el presidente que no cumple la Constitución, no es su Gobierno que no la acepta, es una sociedad que todavía no ha comprendido que la Constitución es una caja de herramientas para construir democráticamente una sociedad democrática”, concluye.